14 de septiembre de 2008

La enfermedad que arde desde dentro

Hay anécdotas que tienen el peso que nos dejan sobre las espaldas al marchar. Sadako Sasaki era una niña a la que le fue diagnosticada leucemia a los once años. Alguien a esa edad no puede luchar si no es soñando y eso es lo que hizo; decidió hacer 1000 grullas de papel, siguiendo una tradición que aseguraba que a quien lo lograra le sería concedido cualquier deseo. Murió cuando sólo había hecho 644.

Sus compañeros de clase completaron las grullas que quedaban e invadieron su entierro con ellas, en un grito de rebeldía contra lo que nunca debería haber sucedido. Desde entonces, Japón ha adaptado esa imagen como una muestra de lucha contra el terror.

Sadako vivía a 1.5 km del punto de deflagración. Sólo tenía dos años cuando el mundo estalló sobre Hiroshima. Aquel 6 de agosto de 1945 el calor reventó en enfermedad y la enfermedad en una condena que devoró los sueños de millones de personas durante décadas. La leucemia sólo fue una de las consecuencias; el miedo a seguir existiendo fue la peor de ellas.

Hace poco estuve allí, justo en el punto donde todo se inició. La incomprensión hacia la guerra se convirtió de inmediato en una sensación de rabia muy profunda. Todos sabemos ya que aquella bomba no era convencional, era una plaga que incendió el cielo.

El ejército de los Estados Unidos alcanzó un éxito sin precedentes: hacer saber a la Humanidad que, tarde o temprano, todo se iba a ir a la mierda. Aquella explosión nos contagió una enfermedad que no ha dejado de avanzar: la seguridad de que algún día nos acabaremos equivocando demasiado.

Desde entonces hemos tenido Vietnam, Corea, Sudamérica; Afganistán e Irak. Hemos tenido las Azores, un 11 de septiembre y un 11 de marzo. Hemos buscado armas de destrucción masiva y nos hemos bañado en mares de política incompetente, crueldad sin tapujos y, ante todo, de una profunda, triste y desoladora estupidez de la llamada clase dirigente; patéticos niños maleducados con sonrisa de hielo.

Hubo una destrucción masiva, sí. Sucedió aquel verano en Japón, cuando la radiación descompuso el futuro de miles de personas que vieron como las generaciones traían a sus espaldas una condena con tintes de castigo definitivo. La insensibilidad y crueldad que abonaron aquel acto dibujan uno de los momentos más bochornosos de la historia.

Se ha dicho que aquello acabó una guerra. La imbecilidad es un animal salvaje que trota torcido entre miles de pedazos de espejos rotos. Aquella sólo fue un asesinato en masa. Hacia meses que Japón había establecido contactos con Rusia para que actuará como intermediaria ante Estados Unidos en las negociaciones de una rendición que ya tenían decidida y de la cual el presidente americano era plenamente consciente. Aún así, quiso probar su juguete.

Las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki estallaron sobre núcleos urbanos donde sólo había civiles. La hora escogida en el caso de Hiroshima, a pesar de que con el amanecer la visibilidad era mucho mejor, fue las 8:15, cuando los niños ya se encontraban en las escuelas; prácticamente todas ellas estaban ubicadas en el centro de la ciudad, allí donde el infierno ardió más que en ningún sitio. La crueldad de la masacre fue espeluznante.

Y quedó la radiación, y con ella la lluvia negra; llegaron el cáncer y las malformaciones tiroidales; los hijos del terror atómico. Las consecuencias de un crimen que todavía hoy se mantiene sin castigo alguno.

Es una absoluta vergüenza que nadie volviera sobre aquello. Que a día de hoy todavía pensemos que es conveniente que alguien decida qué naciones pueden contar con un armamento de esas características. Y que quien lo esté decidiendo sea el único país que ha hecho uso del mismo. Es sencillamente mezquino.

Hiroshima ha olvidado las heridas convirtiéndose en un símbolo de la paz; miran al pasado y lo hacen con un espíritu autocrítico absolutamente inaudito. En uno de esos pequeños rincones que vale la pena visitar para no olvidar nunca que el ser humano puede comportarse como un perro rabioso sin emociones; para no olvidar nunca que, en ocasiones, el ser humano no es más que una enfermedad que te va quemando desde dentro.



4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es posible pensar que al menos sirvió para ir hacia adelante. Que de todo se aprende y que del error nace siempre algo bueno.
Está claro, quien lo piensa normalmente es alguien que no lo ha sufrido.
La mentalidad japonesa es diferente. Ahora no puedo decidir si quiero aprender algo de ella o no.
Porque me considero optimista, me siento dolorosamente absurda.

PSYCOMORO dijo...

Lo cierto es que los errores, y más lo que te acercan tanto a desastre total, deberían servir para aprender, pero, en ocasiones, me da la impresión de que las lecciones son diferentes según quien mira. Todavía hay gente que lee a historia y ve lo que quiere ver, supongo que, en el fondo, todo es un tema de ideologías aquiridas, pero me cuesta mucho entender cómo nadie puede pasar por alto tanto sufrimiento.

Anónimo dijo...

Totalmente de acuerdo con el comentario de antes. Supongo que eres quien escribe siempre. Mantengamos vivo al montaraz Psycomoro ! Ya somos dos. Es espeluznante lo que pasó y yo tambien quiero sentirme tan optimista como tu aunque sea doloroso. Suerte que alguien escribe sobre ello. Ana.

PSYCOMORO dijo...

Escoges una buena aliada, Ana, te lo puedo asegurar... es triste que todo se haya olvidado con tanta y profunda facilidad. Quizás necesitaríamos que alguien desde el cine se fije en aquello y que recuperáramos aquel dolor, aunque sólo sea para no permitir que caiga en el olvido.