En este mundo antiguo todo tiende a repetirse, quizás eso lo convierte en antiguo o quizás eso lo está matando. Está noche vuelve a pasar y no sé qué me queda por hacer. Desde la cama, estirado, intentando ordenar mis huesos, he vuelto a escuchar esa voz sin tono; tanto da como me coloque, no puedo quitarme de la cabeza que hay algo ahí.
Creo que ha crecido un obispo bajo mi cama y no le conozco de nada, pero él me trata como si me conociera desde siempre; se dirige a mí como si alguna vez hubiéramos estado juntos allí abajo, entre el polvo. Pero eso no puede ser, porque el polvo y yo nunca nos hemos llevado bien; él tiene una verdadera fijación con impedirme respirar y, a mí, no hay cosa que me desespere más que los juegos crueles.
Y sé que no es nada nuevo; hace años ya ocurrió algo así y todo empezó del mismo modo. Estaban en todas las casas, viviendo en rincones, pero en ocasiones abandonaban su lugar bajo la cama y a caminaban entre las personas, como las personas, camuflándose entre discusiones y portazos, viviendo del desorden de las cosas y borrando las migas de polvo que los devolvían a su escondite.
Incluso hubo quien, asumiendo que nunca marcharían de sus casas (“siempre vuelven”, decían, con una una media sonrisa) los adoptó como mascotas y encargó a expertos logopedas para que trabajaran en básicos sistemas de signos para que los obispos aprendieran a hablar; nunca se consiguió demasiado y se aceptó que hablar cuando no tocaba y nunca contestar lo que se le preguntaba, eran algunos de los detalles que adornaban a las nuevas mascotas.
Fue una moda que funcionó y los obispos lograron abandonar su lugar: no se hacía nada sin pensar en ellos, acompañaban a las familias en sus vacaciones, las celebraciones se hacían para ellos y todos se preocupaban porque el suyo fuera el que más lucía; se gastaron verdaderas fortunas en disfraces y joyas en sus mascotas.
Pero, como suele ocurrir, un día todo perdió su gracia. Los obispos no dejaban de hablar lenguas extrañas, convulsivamente, entre gestos violentos y gritos entrecortados; los poseían rabietas descomunales por motivos que nadie entendía.No soportaban cosas que todos ya habíamos hecho nuestras. Las crisis nerviosas tenían su origen en evidencias. Homosexuales, músicos, escritores, parejas de hecho, mujeres -nunca fueron de su agrado- les devolvían a los infiernos primitivos de la rabia. Todo eso hizo imposible cualquier convivencia con el ser humano.
Poco a poco la gente aprendió a vivir sin ellos; acabaron volviendo de donde habían venido y la gente se olvidó de ellos con la misma pasión con la que los había hecho suyos. Se cree que recuperaron sus rincones y descubrieron que aquel era su sitio, pero lo cierto es que no se perdió demasiado tiempo averiguándolo.
Y ahora me encuentro yo aquí, sospechando que tengo un obispo bajo la cama. Me gusta pensar que, en realidad, nunca llegaron a existir, que no eran nada más que pesadillas mal curadas, sentimientos de culpa y miedo jugándonos malas pasadas; así que intentaré volver a conciliar el sueño. Quizás, cuando me despierte, la mañana me traiga un día en que no tenga que volver a oír la voz de un obispo. Es una batalla que ya ganamos.
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