El problema de los caminos es que ni ellos saben dónde acaban, se arrastran sobre sí mismos sin conciencia de estar masticando el futuro; a duras penas se despliegan con el rostro pegado a la tierra, haciendo historia pero sin fuerza para mirar al frente. Algo semejante debe ocurrir con los héroes.
Cuando todavía intentábamos recomponernos del mazazo de "Mytic River", obra maestra de desaliento y pesimismo, Clint Eastwood vuelve a demostrar lo fácil que es hacer cine con "Million Dollar Baby". Pocas ocasiones la figura del héroe ha tenido en pantalla un reflejo tan real, certero y desolador como se muestra aquí. No hay luces, no hay recompensa, tan sólo seguir avanzando por aquel camino, perdiendo la cara entre las rocas.
El personaje que interpreta Eastwood, después de siglos caminando, se descubre habiendo alcanzado su destino, se ve a sí mismo alrededor de una habitación a oscuras. Ya ha visitado el resto de la casa pero no le ha valido la pena. La luz, en ocasiones, te vuelve loco. Padre sin hija, boxeador cansado. Y es cuando todo parece que va a permanecer así, sin más, cuando algo cambia.
Una chica llegada de ningún sitio quiere jugarse el todo o nada con la vida en un cuadrilátero y le escoge a él para que le acompañe más allá de las cuerdas; a cambio, ella le enseñará cuántas cosas había olvidado de la vida y eso es más de lo que nadie puede esperar.
Lo más cruel, profundamente triste, de cuanto sucede a partir de ese momento es que, después de hacernos soñar con una vida más allá de la casa que nos encierra, con un sol más brillante que la luz artificial, todo nos vuelve a conducir a la puerta de aquella oscura habitación. Y no queda otra alternativa que girar el pomo.
Allí dentro, como el protagonista, todo lo que hay somos nosotros. No puedes esperar que las leyes ordenen que se haga la luz, que la religión te ilumine con sus medias luces, que un padre tome tu mano. No. Allí dentro sólo estás tú y todos esos muebles mal colocados, que parecen esperar tu próximo paso para destrozarte un pie.
Encerrado entre esas cuatro paredes, el visitante se muestra viejo, encorvado, casi acabado. Mientras intenta recordar si alguna vez tuvo una familia, la puerta se cierra tras de sí y todo parece terminarse con el estampido.
Pero, en ese momento, ni antes ni después, cuando todo parece vuelto del revés, el viejo alza la vista en la oscuridad y toda la sangre que parecía dormida se agolpa en sus puños, le hincha los ojos con lágrimas y le hace ver más allá de cuanto enseñan en las escuelas. Vuelve a agachar la cabeza y da el primer paso, un segundo, otro más; hasta que descubre que puede caminar entre las sombras, como si hubiera pertenecido siempre a ese lugar.
Esquivando los muebles, el entrenador se da cuenta de que las decisiones sólo pertenecen a quien debe tomarlas, se acerca seguro a la puerta, la abre y abandona para siempre la pantalla, perdiéndose en la penumbra del último pasillo. Y es así como nacen lo héroes, los héroes que nunca aparecerán en las noticias; los olvidados por los homenajes. Aquellos que, en un paso plagado de dudas, reúnen más valor e integridad que cualquiera de los pontífices de media verdad a los que nos tienen acostumbrados.
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